Skip to main content

No es fácil ser adolescente.

¿Cuántos y cuántas de los que estáis ahora mismo leyendo esto recuerda lo que era ser adolescente? ¿Cuántos y cuántas recordáis lo que era sentirse abrumado por las situaciones, desbordado por las emociones, confuso, reactivo? ¿Quién no se sintió extraño dentro de su propio cuerpo durante un tiempo, extraño en las paredes de su piel? ¿Quién no quería crecer cuanto antes mejor con la esperanza de que toda esa confusión se disolviera?

En todos estos años en que me dedico a trabajar con y para los adolescentes, una de las cosas que me parece más chocante es comprobar, cómo los adultos que somos se han ido olvidando y desconectando de esos adolescentes que fuimos. Como si quedara demasiado lejos todo aquello, o lo que es peor, como si hubiéramos corrido un tupido velo con el que no reconocer todo aquel dolor que supuso hacerse mayor y ser adolescente.

La adolescencia es uno de los periodos más hermosos y más complicados de nuestras vidas. 

Ser adolescente es hermoso porque estamos descubriendo quiénes somos, nos estamos construyendo, formando, modelando. Hermoso porque tenemos toda la vida por delante para definirnos, aunque en ese momento nos puedan las prisas por hacerlo cuanto antes.

Pero ser adolescente es también el periodo más complicado porque precisamente porque estamos en construcción todo nos parece hostil, sentimos con mucha intensidad y no sabemos qué es todo eso que sentimos, nos desbordamos con frecuencia y no sabemos pedir ayuda. Todo se magnifica y creemos que todo aquello que nos pasa nos sucede solo a nosotras.

Yo tengo muy presente a mi adolescente interior. Es alguien con quien me pasé mucho tiempo peleando y con quien viví mucho tiempo en guerra. Nuestro viaje conjunto me ayudó a reconvertirme y ser hoy la persona que soy, y eso me ha permitido mantener activo ese vínculo con esa etapa de mi vida que si bien ha sido sin duda la más dura, también ha sido la de mayor aprendizaje.

Cuando empezamos este viaje que es la vida, nadie nos da un manual de instrucciones. Tampoco se lo regalan a nuestros padres y madres, así que vivir se convierte en una suerte de experimento donde cada uno va probando, a modo de ensayo y error, sin prever las posibles consecuencias de nuestros actos.

La infancia tiene ese halo mágico que le otorgamos a la inocencia, independientemente de que no todas las infancias sean precisamente de color de rosa. No obstante existe ese aura que matiza el mundo cuando se trata de pensar en niños y niñas.

Luego llega la adolescencia, la tan demonizada adolescencia, que muchos conciben con horror, como si se tratase de una pesadilla. Y lo cierto es que la adolescencia puede llegar a serlo, no seré yo quien diga lo contrario. Lo que no deberíamos olvidar es que si para los y las adolescentes ya es complicado, demonizarlos todavía ayuda menos. Ser adolescente ya es bastante complicado como para escuchar:

  • Siempre estás igual
  • No hay por dónde cogerte
  • No hay quien te entienda
  • No hay quien te aguante

Estas son algunas de las perlas que les dedicamos, sin darnos cuenta, que con ellas alimentamos todavía más sus propias inseguridades.

Ser adolescente significa estar en plena transición de ti mismo, embarcada en un viaje que no tienes ni idea de dónde te está llevando y no teniendo certeza alguna de si estarás eligiendo bien el rumbo. Es una etapa en la que todo te lo cuestionas, nada te sirve. Estás en contra de todo como manera de reafirmarte, aunque no sepas exactamente qué afirmar.

Tu autoestima, la distancia entre la persona que eres y la que te gustaría ser, es un abismo sin fin en el que pareces perderte a cada paso. Y no avanzas. Cada día te sientes más y más lejos de esa idea que te has formado de quién deberías ser. 

“Deberías”, qué palabra más limitante. Como si te hubieran cosido a fuego el patrón, el modelo, el estándar, de lo que se supone que tienes que ser.

¿Cómo puede uno ser uno mismo cuando el mundo parece señalarte otra dirección de lo que deberías ser?

¿Entendéis lo complicado que es construirte y ser tú misma cuando a cada paso que das te encuentras con un reproche, con un consejo, con una advertencia de que vas por mal camino? ¿Os habéis parado a pensar lo duro que es querer ser tú y que te digan que no está bien, que has de encajar en otro molde, que ser tú no es válido?

Estamos tan desconectados de los adolescentes que fuimos que no recordamos lo difícil que es ir contra corriente, lo complicado que es mantenerse firme cuando no tienes experiencia y no hacen más que recordártelo. Cuando cuestionan e invalidan lo que sientes a cada paso. Cuando nadie te entiende. Cuando te sientes perdido dentro de ti y parece que nadie pueda comprender qué te ocurre. Resulta verdaderamente frustrante estar ahí. Sentirte solo e incomprendido.

Si a eso le sumas la presión de un mundo que ha decidido que no encajas, la adolescencia se convierte en una especie de penitencia, como una condena a plazos que has de cumplir por imperativo.

Cuando era adolescente habría necesitado sentirme escuchada. Escuchada de verdad, sin ser juzgada ni cuestionada. Habría necesitado que se sentaran conmigo y me dijeran “te entiendo”, y nada más.

Habría necesitado más comprensión y cariño, más compasión y menos consejos. Habría necesitado espacio para equivocarme sin culpa ni reproches. Habría necesitado referentes de personas normales y humanas que reconocieran que también se equivocan. Habría necesitado llorar más, y que alguien me explicase que la tristeza forma parte de las múltiples pérdidas que se experimentan en esa etapa. 

Y que me hubieran hablado de la rabia, de que es necesaria, de que me informa de límites y transgresiones, y que me hubieran enseñado a canalizarla, expresarla y transitarla como corresponde. 

Habría necesitado que me explicaran que no había nada de malo en mí, ni por ser distinta, ni por ser diferente, y menos que nada por ser yo. Que no había nada malo en mí en ningún sentido. 

Habría necesitado escuchar hablar más del miedo, de las inseguridades, del dolor, de la muerte. Para no sentir que todo eso que reptaba dentro de mí era algo anómalo y extraño que no le pasaba a nadie más.

Habría necesitado adultos que me vieran, que me vieran de verdad y me quisieran solo por ser. Habría necesitado palabras de aliento, y confianza. 

También me habría venido bien que me comentasen que no pasaba nada por no tener claro nada en la vida, por no saber qué quería hacer, ni qué estudiar. Me habría gustado que me explicaran que el propósito y la vocación no son marcas de nacimiento, que si no las tienes te parece que te falte algo, que son fruto del viaje de crecimiento y experiencia y que puedes tardar media vida en encontrarlas.

Me habría gustado que me riñeran menos y me preguntaran más. Que no hubieran dado tantas cosas por sentado y se hubieran molestado en querer saber más de mi mundo, pese a mis estufidos y mis coces. Que hubieran recordado que debajo de todo ello solo había inseguridad, impotencia y dolor.

Me habría gustado que me hubieran recordado mis capacidades, y que me hubieran ayudado a descubrirlas en medio de esa oscuridad en ruinas donde no veía más que escombros inservibles. Habría estado bien ser capaz de reconocer cierto valor en medio del caos absurdo que me rodeada.

Hubiera estado bien que me enseñaran cómo funcionan las emociones y qué sentido tienen en nuestra vida. Cómo diferenciar lo que sentía, y cómo ponerle nombre para poder identificarlo, nombrarlo y manejarlo.

Me habría encantado que me hubieran explicado que la empatía no es simplemente ponerte en el lugar del otro, si no hacerlo entendiendo que tiene su propia forma no solo de entender el mundo, si no su propia experiencia vital y por tanto un paradigma completamente diferente al mío. Habría sido genial saber que todos tenemos gafas con las que vemos el mundo y que son todas distintas y van cambiando. Que la realidad es neutra y cada uno al verla la interpreta.

Habría sido fantástico que me enseñasen a relacionarme ¡¡vaya si lo hubiera sido!! Mi absoluta carencia de habilidades sociales ha sido un lastre más de media vida. Habría sido maravilloso entenderme más, conocerme más y que eso me hubiera ayudado a su vez a entender más y mejor a los demás y poder relacionarme desde ahí.

Hubiera sido un puntazo aprender a comunicarme mejor, conocer el impacto de lo que digo y lo que no digo sobre los demás. Reconocer mi contribución en mis diálogos con otras personas y aprender a gestionarlos mejor.

Tampoco habría estado mal saber algo más del funcionamiento de mi propia mente, de cómo es mi cerebro, cómo actúa, qué lo mueve. Habría sido maravilloso conocer cómo se crean las creencias, y cómo encontrar mis propios valores. Y cómo funciona todo ello en relación a mi cuerpo, cómo se conecta todo y en qué o cómo me afecta.

No me hubiera importado conocer algunas herramientas de autoconocimiento que me hubieran permitido ahondar un poco más en saber quién soy si con ello además hubiera podido aprender a entenderme y aceptarme un poco más. Y desde ahí quizá poder si no quererme, al menos no maltratarme y odiarme.

Se nos olvida lo delicado que es el mundo desde el prisma de la adolescencia. Lo frágil y doloroso, pese a la coraza que ponen al mundo, que es ser adolescente. 

Se os olvida que están en construcción aunque crean saberlo todo, y que no van contra nosotros si no contra sí mismos.

Se nos olvida que nos necesitan, aunque pueda parecer todo lo contrario. Ser adolescente nunca ha sido fácil.

Conectar con esa parte que fuimos, con ese adolescente interior que todos y todas llevamos dentro, nos recuerda una etapa complicada, no obstante nos permite también no olvidar lo complicada que fue y todo lo que podríamos haber necesitado.

No siempre es fácil, lo sé. Yo misma fui una adolescente llena de pinchos y corazas. Y precisamente por eso, era cuando más necesitaba que alguien recordase que debajo, había: dolor y confusión.

Si una persona se siente acompañada y escuchada cuando más lo necesita, reforzará su valor, su creencia en sí misma y tendrá el valor de compartirse cuando sienta que transita por dificultades y necesita ayuda.

Nuestra presencia consciente, nuestra escucha activa, nuestro interés real por tratar de entender y apoyar, es el primer paso para acompañar en ese tránsito hostil y complicado que es la adolescencia. Estar, ocuparnos, escuchar, preguntar con interés sincero… es la mejor manera de ayudar.

Ahora nos toca hacer el esfuerzo de reconectarnos con esa parte de nosotros y nosotras mismas que también pasó por todo aquello y recordar lo que hubiéramos necesitado, y desde ahí, poner nuestro foco en que son ellos y ellas ahora, en este preciso momento, cuando más nos necesitan.

Si quieres saber mejor lo que es ser adolescente y cómo poder ayudar mejor a los adolescentes de tu vida, contáctanos sin compromiso.

Eduko colabora de forma activa con Globalpsy en las jornadas saludables para adolescentes.